
Texto por Lucas Araya
Fotografías por Claudio Escalona
El teatro Caupolicán fue el epicentro de la intensidad más luminosa que hemos experimentado en mucho tiempo. Una sesión que tuvo a Chini, Kim y Annie como las conductoras de una nave de hermosos ruidos que nos llevó al siguiente nivel, deconstruyendo las formas de la performance y la avanzada sónica.
Me cuesta recuperarme de tanta pasión, tanta entrega, tanta luminosidad. Todo es un recuerdo vivo que se queda en la piel, los oídos y el paladar. El tiempo pasa y lo eterno queda. Cierro los ojos y me lanzo a revivir una de las mejores experiencias que he vivido.
La pieza es la casa
Chini.png y su banda saludan con una red tejida por guitarras eléctricas sobre el ritmo y las melodías que van saliendo de los parlantes para que la voz de María José cuente historias íntimas y comunes a tod@s.
Con un set breve y emotivo, Chini se mueve entre humo, imágenes en color, gritos como sirenas y sonrisas, siendo la anfitriona indicada para coronar el primer paso de la escalera a las nubes de la mejor noche de nuestras vidas, solo que no lo sabemos aún.
Púrpura intenso y colectivo
Kim Gordon siempre está mil pasos adelante y lo demuestra mientras su silueta se mueve detrás de un telón, abrazando a su banda, caminando por el pasillo hasta aparecer sobre el escenario y haciendo estallar el océano humano que va creciendo como olas de estridencia contenidas. Entre luces oscuras y sombras radiantes, la reina máxima del ruido deja caer su manto de hip hop y trap deconstruidos por la máquina industrial humana, transformando cada sonido en una pieza fundamental de un engranaje que transpira intensidad.

Desde el primer tañido de “BYE BYE”, Kim Gordon y su armada tejen un manto sónico que rompe los límites de éxtasis y nos envuelve en una danza hipnótica de la que no podemos ni queremos salir. Fuego morado, destellos estruendosos y el puño en alto entre saltos y giros. Estamos en el paraíso del arte hecho música. Lo sabemos y lo/la amamos.
El ataque delicado sigue sin pausa. Las caricias sonoras ásperas llegan con “The candy house”, “I don’t miss my mind” y “I’m a man”. Latigazos magnéticos que nos atrapan y generan un trance colectivo seductor y adictivo. La fascinación es inevitable, imparable, infinita.

Kim se cuelga la guitarra y libera acordes disonantes, luego recita versos retorcidos y viscerales para moverse por los laberintos del aire y subirse a un amplificador vibrante, todo como un collage deslumbrante. Entre medio nos regala palabras de cariño, ríos de amor, susurros de admiración. Luego viene un tsunami de volumen tremendo para abrazarnos con la pasión máxima y sacudirnos sin mirarnos a los ojos. Un real orgasmo psicodélico moderno.

El último golpe letal de “Cookie butter” llega. El fin es abrupto, estrepitoso, atronador. Llamas púrpuras nos queman. El frío no existe. Solo podemos despertar y besar a Kim Gordon y sus músicas mientras se alejan y nos dejan respirando hondo.
Gracias a la vida.
El futuro está aquí, gritando
St. Vicent y su voz emergen entre la penumbra y el vapor luminoso, bailando con el beat pesado de la tensa respiración para explotar en el resplandor de las cuerdas metálicas y la bella distorsión de las guitarras eléctricas. El viaje ha comenzado.

Con cada mimo eléctrico, Annie Clark nos regala un trocito de cielo y gloria. Así flotan “Fear the future”, “Los Angeles” y “Broken man”, como una sábana de terciopelo en una sesión donde la intensidad rompe las cadenas de lo establecido y abre una puerta hacia el campo del amor en tiempos de cólera.
Declamar, cantar, gritar, tocar y mimar es la consigna. Hoy está todo frente a nosotr@s. Estamos aquí y somos parte del mar de piel que recibe los saltos al vacío de St. Vincent con “Dilettante” mientras su aullido primal es, a la vez, una canción de cuna, la melodía que nos guía hacia la cima que se acerca.

Tormentas hermosas llegan con “Pay your way in”, “Big time nothing” y “Marrow”, abriendo espacio para una declaración de admiración y afecto cuando el nombre de Mon Laferte ebulle en los labios de la guía hacia el esplendor antes de sumergirse en “Violet times” y acercar los universos sobre las montañas, la nieve y el desierto.

Y el momento más honesto, visceral y sincero llega mientras los sonidos de “New York” son la tela que mantiene el vuelo de St. Vincent sobre las manos, los cuerpos, los ojos y las almas. Un juego sin final en las retinas que flamea como una pira sin quemarnos para entender y recordar que sin zapatos volar es más divertido. La cordura está oculta y sepultada por un rato. Mejor así.

El ciclo final del set es un regalo y un goce recíproco que se mueve por la energía de “Sugarboy”, el dinamismo de “All born screening” y la ternura delicada de “Candy darling”, una danza sobre las teclas y las imágenes de un cuadro imposible de olvidar.
Así termina una noche ardiente, visceral, eterna, liderada por tres mujeres al frente que siguen abriendo la senda hacia lo que vendrá. Un triunfo constante.
Saliendo del Caupolicán me pregunto:
¿Esto realmente pasó? ¿Cómo podemos seguir después de tanta magia?
No lo sé. Solo podemos recordar, escuchar, sonreír y aplaudir.
Así es la vanguardia.
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