
Texto por Lucas Araya
Fotografías por Hugo Hinojosa
El influyente músico, compositor, productor e incansable creador chileno desplegó todo su talento en un concierto histórico en el Teatro Municipal de Santiago, haciendo un repaso por sus diversos proyectos musicales y las distintas y prolíficas etapas de una carrera de éxitos siempre al margen de lo falso. Acompañado de la Banda del dolor e invitad@s, con Cordillera, el trío de boleros y los Electrodomésticos, Carlos Cabezas nos regaló una sesión donde el pasado fue el futuro y el presente eterno. Una noche que quedará para la posteridad como una gema del sonido y la estética transgresora.
Tarde de 18 de octubre en el centro de Santiago. La Alameda está cortada. Dos estaciones de metro cerradas. Hay autos verdes y blancos en las avenidas. El Teatro Municipal se erige con un cielo gris y rosa de fondo. Hay una tímida fila afuera. Adentro, pájaros de fuego imaginarios reinan entre campanas, timbres y murmullos.

Sobre el escenario, una guitarra eléctrica y un escritorio armado con un equipo de sonido en silencio viajan en el tiempo sin moverse. Parpadeamos entre la nada. De pronto, la luz tenue baja. Carlos Cabezas entra a la nave principal y avanza por el pasillo, sube los escalones y maneja las perillas de esa máquina electrónica que busca sintonizar el ruido y la voz de una adivina. La puesta en escena es una obra de arte en sí misma.
El futuro de Chile se repite como un eco en constante rebote psicodélico.Todo inicia, el dolor aparece, el sonido es rojo, intenso y baila en el silencio inexistente. Todo el poder de 40 años está aquí. Al frente de una banda poderosa, su guitarra gigante o su voz resquebrajada y expresiva: Cabezas en su propia cima. Desde ahí, rompe la lógica, quiebra la métrica, descoloca y encanta con su propio encanto sónico, extraño y seductor.

En un momento dado, Tilo González es parte de la Banda del Dolor, y se acopla a las máquinas humanas del ritmo, las bestias eléctricas sueltas en esta pradera carmesí. Le sigue la aparición de Pancho Molina y Cuti Aste dando forma a un desfile multicolor, una película volante frente a nuestros ojos. La música es un calor abrasador. A pesar de que la sonoridad y concepto de “No estás” nos hablan de la distancia, acá solo hay un universo rugiendo al unísono, frente y dentro de nosotr@s.
Con “Nobody knows I’m here” viene cambio de rumbo fílmico donde la densidad que derrite es también un desayuno tierno donde padre e hija comparten un viaje cómplice. Clara Cabezas es parte del rito con el fuego en las espaldas en un abrazo de voces amalgamadas en años compartidos con amor.
Telón, fin de primera parte
Emerge Cordillera con Ángelo Pierattini como copiloto. La luz blanca y sombras reverberantes son las piedras rodantes que van uniendo tres montañas en esta cadena desbordante de música lenta, densa y confesiones desgarradas (“El adiós”, “Nieve” y “Ruido” bastan para subir y flotar desde las cumbres rocosas del sonido). Aplausos, aplausos, aplausos. Emoción. De pronto, Cuty está en un balcón con su acordeón. Autos imaginarios pasan mientras los boleros nos comen el corazón sin aviso. Con potencia, pasión, cuerpos amantes y danzantes, caminar sobre las teclas es tocar con el corazón. Camilo Salinas, Fernando Julio, Danilo Donoso y Amparo Noguera arman la fiesta sin tiempo. Carlos Cabezas es la voz que relata la pena acústica.
Fin de la tercera parte
Voces de un pasado en represión, en transición, en imaginación alegre. Marcha hacia el vacío de los tiempos. Así “Viva Chile” suena más irónico, más atroz, más experimental que nunca. Desde este instante Edita Rojas, Massiel Reyes y Valentín Trujillo vibran y brillan. Electrodomésticos en pleno aterrizan como una nave espacial presta a conquistar el universo terrenal a base de volumen, fuerza y un motor incombustible.

Se pliegan a la estampida Christian Hayne, Camila Moreno y Bruno Cabezas en un ritual despojado de pretensiones en el cual la entrega a todo pulmón es belleza de cristal. Una bola de lava hermosa donde han girado “Ligerezza”, Un pez”, “Detrás del alma”, El calor”, “2 mil canciones” y “El viento escapó” antes de que el huracán total estalle con “El frío misterio” y Claudio Valenzuela danzando como una sombra luminosa en el espejo y la trompeta de Cuti arremeta para romperlo todo en un final feliz y estruendoso.
Con el maestro de ceremonias emocionado hasta las lágrimas y un teatro con palcos de pie, el aplauso gigante final es un tañido que pone la piel de gallina y solo queda decir:
¡Gracias eternas, Carlos!
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